Por una educación lingüística democrática | Educación

Hace casi medio siglo, en la primavera de 1975, se publicaban en Italia las Diez tesis para una educación lingüística democrática, texto colectivo del GISCEL (Gruppo di Intervento e Studio nel Campo dell’Educazione Linguistica), integrado por académicos y docentes de diferentes etapas educativas.

Fue Tullio De Mauro, uno de los más importantes lingüistas italianos del siglo XX, el principal impulsor del GISCEL y de las Diez tesis. Para un hombre de honda sensibilidad pedagógica y democrática no podía quedar sin respuesta la célebre Carta a una maestra (1967) de los alumnos de la escuela de Barbiana. Sus autores denuncian en ella una escuela que condena al fracaso a quienes no comparten la variedad lingüística de prestigio con que se construyen los aprendizajes escolares, subrayan el desprecio de la institución escolar hacia el patrimonio lingüístico y cultural de quienes hasta entonces el sistema expulsaba, y cuestionan la renuncia a incorporar esos aprendizajes con que cuentan quienes crecen en entornos privilegiados: «El arte de escribir se enseña como cualquiera de las demás artes», defienden. «La teoría del genio es un invento burgués. Nace del racismo y la pereza».

Maestras y maestros italianos se sintieron interpelados, como interpelados se sintieron también nombres destacados del mundo académico, convencidos todos de la necesidad de un trabajo conjunto y de un nuevo horizonte tanto para la investigación lingüística como para la acción en las aulas: «una educación lingüística no solo eficaz, sino también democrática; es decir, una educación lingüística orientada a la inclusión, al `non uno di meno’», en palabras de De Mauro.

Las Diez tesis constituyen una dura crítica a la pedagogía lingüística tradicional, a la que tachan de ineficaz, pues no consigue siquiera sus propios objetivos, y de insuficiente, pues deja objetivos relevantes en el camino (cuanto tiene que ver con la oralidad, por ejemplo). La pedagogía lingüística tradicional, subrayan, está demasiado atada al análisis gramatical y poco atenta a los usos comunicativos reales.

Frente a ella, plantean los principios de una educación lingüística democrática, que debe partir del bagaje lingüístico y cultural del alumnado y orientarse a favorecer su participación en la vida social e intelectual, ayudando a transitar desde los usos más informales a los usos más elaborados del lenguaje. Ello implica trabajar las destrezas tanto de producción como de recepción, escritas y orales, sin renunciar a un conocimiento metalingüístico desarrollado gradualmente. Todo esto —sostienen— implica cambios de calado en la formación docente: una formación que ha de combinar competencias (sic) sobre el lenguaje y las lenguas y competencias sobre los procesos educativos y las metodologías didácticas.

Italia se anticipa así al golpe de timón que darán los currículos del mundo occidental apenas dos décadas después, acogidos todos a los enfoques comunicativos en la enseñanza del lenguaje. La orientación competencial del currículo no es por tanto nueva para los docentes de lengua y literatura, ni privativa de la LOMLOE. Todas las leyes españolas de la democracia proponen como objetivo de la educación lingüística el desarrollo de la competencia comunicativa del alumnado entendida, como formularan Hymes y Gumperz en 1972, como «aquello que un hablante necesita saber para comunicarse de manera eficaz en contextos socialmente significantes».

Para ser un hablante competente no basta con el conocimiento de la gramática de una lengua, defienden Canale y Swain (1982), pues a la competencia gramatical o lingüística hay que incorporar otras subcompetencias igualmente importantes (textual o discursiva, sociolingüística y estratégica). De ahí su apuesta por una enseñanza que parta de las necesidades de comunicación del aprendiz y atienda a los usos que este se encuentra en el marco de situaciones comunicativas reales. En esto consiste el enfoque competencial en la enseñanza de las lenguas: no solo en un saber cosas de las palabras sino también en un saber hacer cosas con las palabras.

Por lo tanto, el desarrollo de una competencia no es «el resultado natural del dominio y de la maduración de los contenidos por parte de los profesores habituados a trabajar con ellos» como pretende la RAE en su informe acerca de la enseñanza de la lengua y la literatura en España. A un docente no le basta con saber mucha gramática para desarrollar la competencia comunicativa de su alumnado. A los conocimientos de todas las ciencias del lenguaje (también de pragmática, sociolingüística, gramática del texto o análisis del discurso, entre otras), habrá de incorporar aquellos que permiten guiar los procesos de producción, interacción y recepción oral y escrita, así como los de reflexión metalingüística, aspectos de los que se ocupan las didácticas específicas.

Tampoco el aprecio del hecho literario, el fomento del hábito lector o el desarrollo de habilidades de interpretación que permitan el acceso a los clásicos de la literatura se desprenden inexorablemente de la transmisión de un saber literario, por utilizar expresiones del citado informe. La educación literaria en la infancia y la adolescencia, como viene probando la investigación en didáctica de la literatura desde hace décadas, requiere otros saberes y otros procesos.

Resulta inevitable preguntarse a qué se refiere la RAE cuando habla de «las carencias objetivas que se detectan desde hace tiempo en los jóvenes en lo relativo a su comprensión lectora, su fluidez verbal, su manejo del léxico y de la sintaxis, su capacidad expresiva y argumentativa». ¿Es peor ahora que hace veinte, treinta, cincuenta años? ¿En qué datos nos basamos? Sea como fuere, ¿cómo podemos contribuir a su mejora? No parece que el camino sea el de ahondar aún más en los contenidos de gramática o de historia literaria, los dos pilares de la pedagogía lingüística tradicional, que tan ineficaz se ha revelado incluso para los objetivos que ella misma se trazaba. No se trata de tirar estos saberes por la borda, sino de aprender a transitar desde la enseñanza de la gramática a la reflexión sobre la lengua (lo que ensancha el terreno de juego y pone además el foco en los procesos cognitivos de los aprendices), y desde la historia literaria nacional a una educación literaria que no se ponga techos ni fronteras.

Lamentablemente, la precipitación en la implantación de los nuevos currículos ha malogrado un diálogo que hubiera debido ser sosegado y argumentado, y las insostenibles condiciones del quehacer docente ―por ratios y tiempos, sobre todo― dificultan extraordinariamente su desarrollo en las aulas.

No obstante, queremos pensar que aún es posible alcanzar un cierto consenso acerca de los fines de la educación lingüística y literaria y, de acuerdo con la investigación especializada, argumentar qué arquitectura curricular es más coherente con dicho horizonte y cuáles los ingredientes de una formación del profesorado acorde con estas demandas.

Puedes seguir EL PAÍS Educación en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

_