Gaza se hunde en un pozo de muerte, insalubridad y hambre, que afecta en particular a los más vulnerables. La hambruna ya ha empezado. En el cerco y la invasión se mezclan el horror visible de los asedios medievales con el sigilo de la guerra digital, en la que se calcula con precisión los objetivos de los bombardeos o se gradúan los suministros para incrementar la presión sobre Hamás. Solo una tregua inmediata y definitiva, que permita la llegada masiva de suministros, podría salvar a los gazatíes de la catástrofe.
¿Queda en la Casa Blanca algún amigo sincero de Israel que no haya reconvenido a Benjamín Netanyahu? Con mayor o menos discreción lo han hecho el presidente Joe Biden; el secretario de Estado, Antony Blinken; el de Defensa, Lloyd Austin; el consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan; el máximo cargo parlamentario demócrata, y judío él mismo, Chuck Schummer. Se añaden al coro de voces europeas, de las organizaciones humanitarias y de las instituciones internacionales, la OMS, la FAO, Unicef y, por supuesto, la Asamblea y el secretario general de la organización, que piden el alto el fuego y denuncian la catástrofe planificada. Es la hambruna como arma de guerra, tal como la ha descrito Josep Borrell. Solo la voz de Donald Trump, la más sospechosa y extremista, apoya incondicionalmente a Netanyahu y denuncia por antisemitas a los demócratas que critican a Israel, incluso y especialmente a los que son judíos.
Todo en vano. A nadie atiende Netanyahu. Quiere entrar en Rafah a toda costa. De momento, le refrena la actual negociación para la liberación de los rehenes con una tregua que no quiere en ningún caso que sea definitiva. Si callan las armas, aumentará la presión para que renuncie a invadir el último rincón de la Franja, pero si la tregua fracasa empezará inmediatamente la nueva ofensiva. Todo está preparado para el ataque según Netanyahu, se supone que incluso las medidas para evitar la catástrofe de una entrada militar en una zona tan poblada. Aunque de lo sucedido en los cinco meses de guerra no se deduce que la protección de la población civil exigida por la Casa Blanca esté precisamente entre sus mayores preocupaciones.
La incomodidad de Biden es cada vez más explícita. Con una opinión pública crecientemente sensibilizada, se juega su segundo mandato presidencial. Sabe que el primer ministro israelí solo tiene planes militares y no cuenta con una estrategia política de salida. Las ideas que se le conocen son negativas. No quiere a la Autoridad Palestina para administrar la Franja. Tampoco que jueguen un papel Naciones Unidas y la UNRWA. Rechaza los dos Estados. Muchos temen que sus silencios sean la antesala de los propósitos extremistas de los socios de gobierno, dispuestos a echar a los palestinos y quedarse con Gaza entera.
La especialidad israelí, que Netanyahu domina como un virtuoso, es la compra de tiempo. Así han avanzado sin freno las ocupaciones de territorios palestinos, a la espera de circunstancias propicias. Una presidencia de Trump, por ejemplo. Para Biden, en cambio, urge parar la guerra, salvaguardar Gaza para los palestinos y encarrilar algo que al menos parezca un proceso de paz, con los dos Estados al final. Es el momento decisivo, que coincide con el final del mandato presidencial. Todo estará perdido si la guerra sigue y Gaza se hunde en el abismo de la hambruna.
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