Una chica y un chico de 12 años están juntos. En algunos de sus momentos íntimos, se hacen fotos de contenido sexual. A las tres semanas, dejan de ser “novios”. Él, cabreado y con ánimo de venganza, manda a algunos de sus amigos fotos de ella por WhatsApp sin su consentimiento, y sube otras a Instagram. Esta situación, cada vez más frecuente en los institutos de Madrid, es expuesta por un Policía Nacional en una clase de 1º de la ESO.
―¿Creéis que está mal? ―pregunta el agente.
―Si la foto de la chica desnuda consigue muchos likes, se puede hacer famosa y ganar dinero ―responde uno de los chicos.
―Pero si tú no tienes seguidores. Yo tengo casi 1.200 ―responde otro mientras el resto de la clase estalla en carcajadas.
El caso de los menores de Almendralejo (Extremadura), que utilizaron fotos reales de algunas de sus compañeras de colegio y las manipularon con inteligencia artificial para mostrar sus cuerpos desnudos, ha destapado la punta del iceberg de un fenómeno en pleno ascenso; el de una nueva generación de adolescentes expuestos y desprotegidos ante nuevas herramientas tecnológicas más peligrosas que nunca, con su intimidad a un clic de hacerse viral y una preocupación omnipresente: la popularidad.
¿Es este caso una muestra de la falta de ética en las nuevas hornadas de jóvenes? ¿Por qué no se plantearon antes de crear esas imágenes el daño que causarían a las chicas? Mariano Sigman, experto en neurociencia de las decisiones, explica que desde edades muy tempranas aplicaciones como TikTok o Instagram detectan las vulnerabilidades de los menores y los bombardean con esos contenidos. “Los algoritmos de las redes sociales son tremendamente efectivos ofreciéndoles contenidos a los que al chaval le costará decir que no, son unas herramientas que saben perfectamente cómo activar el sistema de adicciones y lo ético queda fuera de la ecuación”.
Sigman cuenta que, por un lado, está el deseo aspiracional, las metas que el adolescente quiere para él, pero lejos de eso, el algoritmo se basa en lo que mira, en aquello que capta su atención durante más segundos. “No es lo que quiere hacer, sino lo que finalmente hace. Son esos agujeros negros los que la tecnología sabe cómo exprimir, y en un preadolescente pueden marcar una pauta de comportamiento muy difícil de borrar después”, añade el coautor del libro Artificial, la nueva inteligencia y el contorno de lo humano (Debate). Ese consumo masivo de contenidos no filtrados acaba creando unas reglas del juego, unos estándares que más tarde el menor utiliza en sus propias creaciones.
A esa inercia de consumo tóxico se suma otro rasgo distintivo de la adolescencia: el reconocimiento del grupo. El genetista David Bueno, también especialista en neuroeducación de la Universidad de Barcelona, indica: “Los adolescentes buscan romper límites para descubrir quiénes son y hay una zona del cerebro especialmente desprotegida a esa edad, el cuerpo estriado, que recoge las sensaciones de recompensa y prevé recompensas futuras”.
En el momento de subir un contenido y reaccionar ante él, pesa más la presión del grupo, el que le atribuyan “logros” en forma de likes o un “qué valiente eres”, que las consecuencias, apunta Bueno. “La lógica o la ética pierden frente a la respuesta inmediata de los iguales. Ellos, que han crecido subiendo su vida a las redes, ni siquiera entienden lo que es su intimidad… no son nativos digitales, sino huérfanos digitales, los adultos de su entorno no han podido enseñarles a usar una tecnología que ellos tampoco dominan”.
Luego está el sexo, o la iniciación al sexo, que en el 20% de los casos empieza con el porno cuando solo tienen ocho años, según el mayor estudio publicado en España, en 2018, por investigadores de la Universidad de las Islas Baleares. Ese visionado prematuro impacta después en sus relaciones personales y una de las consecuencias es la reducción de la empatía. Lluís Ballester, coautor de los estudios, explica: “Hay diversos factores que explican la desconexión: la habituación, que quiere decir que cada vez necesitan imágenes más fuertes para provocar la misma excitación, y la identificación con quien domina la relación, que en el porno mainstream siempre es uno o varios hombres”.
Eduard Vallory, presidente de Catesco (asociación que trabaja con la Unesco), considera: “El porno influye en su concepción de qué es la sexualidad y, dado que mayoritariamente muestra una masculinidad dominante que cosifica y utiliza a la mujer, donde su cuerpo es un instrumento para la satisfacción, eso se aprende”. “En TikTok hay vídeos de cómo evitar las arcadas al hacer una felación y ese es su lugar de aprendizaje”, dice Vallory, que coordina el grupo de expertos sobre violencia sexual contra menores creado por la Generalitat de Cataluña.
En la clase de 1º de la ESO del comienzo de este artículo, la mayoría de los chavales saben lo que es Omegle, una plataforma inicialmente creada para poner en contacto a personas desconocidas a través de vídeo en directo de forma aleatoria, pero que lejos de propiciar conversaciones inocuas ha derivado en un espacio para los groomers (adultos que se hacen pasar por niños en internet con fines sexuales). “Esta aplicación no estaba en nuestro radar, hasta que los propios niños nos hablaron de ella. Entran para ver y en muchas de las ocasiones nada más acceder se encuentran con adultos desnudos o escenas explícitamente sexuales… pueden ser solo un par de segundos antes de que cierren la ventana, suficiente impacto cuando son tan pequeños”, explica Luis Sánchez, agente de policía del área de participación ciudadana que da charlas en centros educativos sobre ciberacoso. “Los chavales saben lo que se pueden encontrar, pero lo ven como un juego, les genera curiosidad”, añade.
Modelo “biologicista”
Vallory critica que el modelo de educación sexual en España sigue siendo “biologicista”, está centrado en el sistema reproductivo y no trata el deseo, el placer, la empatía o el consentimiento, pese a que en 2018 las cinco grandes agencias de la ONU recomendaron en un documento implantar un modelo de educación sexual integral. Ese informe dejaba claro, entre otros puntos, que la educación sexual en un sentido amplio no contribuye a que los menores adelanten el momento de empezar a tener relaciones.
Otro de los problemas es, según Vallory, que la falta de esa educación se ha basado en una visión de la sexualidad como un asunto estrictamente íntimo y de la esfera personal. “Hay que tumbar ese puritanismo porque la falta de una buena educación sexual de un menor puede tener efectos en terceros, por ejemplo, ser causante o víctima de una violación en grupo. La sexualidad tiene que convertirse en un asunto de dominio público”. La memoria anual de la Fiscalía señalaba hace una semana un crecimiento del 45% de los delitos de agresión sexual en menores en el último año, y un 116% desde 2017.
Volvamos al aula de 1º de la ESO del instituto de Madrid. Alumnos de 12 años.
―Esta pregunta es solo para las chicas. En ese caso del chaval que sube las fotos de su exnovia sin su consentimiento. ¿De quién es la culpa?
―De ella ―dice una de las alumnas.
―De ella, por habérsela hecho ―dice otra.
Ninguna de las adolescentes del aula cree que es el chico el que lo ha hecho mal. Ninguna sabe que la distribución de imágenes con menores desnudos puede constituir un delito de distribución de pornografía infantil. Tampoco ellos lo saben, y todos piensan que hasta que cumplan 18 años son impunes.
“Esto ha pasado siempre. Si preguntásemos a nuestras abuelas no podríamos aguantar los abusos a los que estaban sometidas en su juventud y la culpabilidad con la que cargaban”, considera la abogada penalista y criminóloga Carla Vall, que está convencida de que esta dinámica no ha empezado ni despuntado ahora, la diferencia es que ahora podemos escuchar la voz de las adolescentes.
La filósofa Margot Rot, de 27 años, hace autocrítica de su generación. “Nos pasamos la vida con un teléfono en la mano, vagando por internet, comunicándonos virtualmente… y, sin embargo, apenas pensamos en cómo somos, en quiénes somos en esa esfera online pese a los esfuerzos que destinamos a significarnos en nuestras redes”. Sobre el caso de Extremadura, le preocupa que el debate público gire en torno a la pena que se va a aplicar a los responsables, y no se hable de qué se puede hacer para educar de forma efectiva en el uso de las tecnologías. “Las redes no son solo espacios de ocio, son espacios de desarrollo identitario. Lo que los menores ven en internet, lo que leen, lo que hacen, lo que dicen es tan parte de su desarrollo emocional, de su crecimiento moral y de su transformación cognitiva como lo que sucede fuera de la red”, apunta la autora del libro Infoxicación: Identidad, afectos y memoria; o sobre la mutación tecnocultural (Planeta de Libros).
“La idea del bien y del mal en el mundo de los adultos, la falta de límites claros entre ambos polos, acaba colisionando en el imaginario de los más jóvenes”, opina María Zabala, autora de Ser padres en la era digital (Plataforma), que defiende que no hay que caer en la retórica de culpar al desarrollo tecnológico. “Los adolescentes no son islas, se impregnan de todo y ven que en el mundo adulto la provocación tiene éxito, un señor de un partido se mete con el físico de una señora de otro, aquí nadie pide disculpas… el problema no solo son unos señores malvados de Silicon Valley”.
Mientras se decide cómo abordar el tema y cómo reorientar a los menores en el triángulo de redes, sexo e inteligencia artificial, la Agencia Española de Protección de Datos ya ha empezado a tomar medidas con una política de sanciones a los progenitores de menores con faltas graves, que van desde los 5.000 a los 10.000 euros. “Tienen que entender que en internet no hay impunidad”, lanza la directora de la agencia, Mar España. “Esto es solo la superficie, la gente todavía no se atreve a denunciar”, opina. En su canal prioritario, habilitado para que se denuncien los casos más graves, la mayoría son mujeres de menos de 30 años víctimas de difusión de imágenes de carácter sexual sin su consentimiento.
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