Julia no participa mucho en clase; tampoco se plantea la posibilidad de hacerlo. Sus compañeros hablan siempre, para todo tienen opinión; incluso sobre la violencia de género y los desproporcionados privilegios de sus compañeras. Sara sí que habla, la única, pero sus palabras quedan impostadas en un ambiente en el que no cuajan. Diego y Andrés reiteran su soberanía en el espacio de la clase, por su insistencia y por sus formas firmes. La pertinencia de las palabras de ambos forman parte de una norma tácita y previa a la existencia de la clase.
Miguel, el profesor, realiza un análisis miope de la situación: sus alumnas no hablan simplemente porque no quieren. En medio del barullo, e ignorando unas dinámicas enraizadas en la sociedad que rodea el aula, señala a Julia e insiste: “Chicas, tenéis que hablar más”. Miguel se encuentra con el mismo problema siempre que plantea un debate: “Un pequeño porcentaje del alumnado toma el control de la situación e impone su opinión sin aportar razones”.
Lo que Miguel no contempla es que el monopolio de la palabra y la excluyente notoriedad de una minoría ocurre en todos los ámbitos sociales públicos y privados. Observarlo en nuestras aulas es fácil, intentar esquivar en ellas la reproducción del ambiente enrarecido del debate público actual, es casi imposible. Y a pesar de ello, es urgente mejorar el nivel de desempeño de la competencia ciudadana de nuestro alumnado: tan solo su alfabetización cívica garantiza la pervivencia de los valores propios de la cultura democrática. La libertad se aprende ejerciéndola, como diría Clara Campoamor; la democracia se aprende ejerciéndola en todo ámbito colectivo; por supuesto, también en las aulas.
El buen debate, por la pluralidad que aglutina y la racionalidad que exige, es una de las formas más sofisticadas de elaboración colectiva. En el mundo educativo, el debate sirve como herramienta de aprendizaje y, en sí mismo, el saber debatir es una capacidad que debe aprenderse. El debate puede convertirse, incluso, en un instrumento de evaluación. Si el alumnado debe aprender a debatir, si el alumnado debe aprender a través del debate, el profesorado está obligado a diseñar situaciones en las que facilite herramientas y nociones para que adquieran dicha habilidad. Y eso es justo lo contrario a plantear un tema y dejar que se reproduzcan libremente los vicios del intercambio violento y cerril del (mal llamado) debate público actual, tan lejano de la serenidad y la racionalidad deseadas.
El uso del debate como base de una situación de aprendizaje requiere, en las primeras fases del desarrollo de dicha habilidad, de la presentación y desarrollo de rutinas cognitivas que aseguren el uso de unas reglas de juego claras y precisas gracias a las cuales podamos ordenar las formas y los objetivos de las intervenciones de nuestro alumnado durante cada uno de los 50 minutos en los que deba debatir. Dicha moderación permanente implica: tiempos y número de intervenciones estrictos, composición heterogénea de equipos (de haberlos), turnos de defensa, réplica y contrarréplica, conocimientos previos de retórica, observancia y respeto de pautas éticas explícitas.
Cualquier conjunto de información dado necesita adquirir la categoría de conocimiento para dar como resultado su aprendizaje. Esto implica imponerlo a la acción, al desarrollo, a la relación, a la comparación, al contraste. El debate mejora la accesibilidad de los contenidos y contribuye a afianzarlos si y sólo si se tiene en cuenta su capacidad para el desarrollo de estrategias comunicativas avanzadas; permite convertir contenidos en posturas permeables a la crítica dialógica si no ocultamos su dimensión ética.
El medio es el mensaje, y el formato de un debate compromete ya un trasfondo ideológico. Aportamos valores democráticos, si recurrimos a filosofías preocupadas por la democracia. Para debatir, nuestro alumnado debe conocer nociones básicas de la Situación ideal de habla de Habermas. Deberá valorar que su discurso sea inteligible, honesto, respetuoso y comprometido con la verdad, renunciando siempre a falacias y sofismas. La “ética del discurso” implícita en nuestras clases de debate deberá presentarse como la “moral de la responsabilidad y del cuidado” de Carol Gilligan si queremos provocar una red de relaciones donde todas las particularidades de nuestra clase, entendidas como diversas y legítimas experiencias de vida, sean necesarias para llegar a acuerdos.
La complejidad del debate implica un diseño minucioso, una atenta mirada que busque y corrija tanto la imprecisión conceptual como toda desviación del clima democrático que se pretende emular. Enseñar a debatir es difícil, pero también necesario. La gravedad de la imperfección del mundo adulto se cuela por las rendijas de ventanas e intoxica el ambiente que respiran niños, niñas y adolescentes. Lo grotesco del clima político salvajemente boicoteado por una extrema derecha desatada, diluye los intentos por crear ambientes educativos serenos y respetuosos, y pone en riesgo la plaza pública.
Por desgracia, no solo gran parte de nuestro alumnado tiene problemas para cooperar y participar en espacios de diálogo de forma racional y cívica, también muchos adultos. Prueba de ello es la invisibilización de las mujeres docentes. Como recordaba la profesora María Cañete en la red social X, “las voces masculinas son capaces de ocupar un espacio en el que como trabajadores son minoría”. Existen motivaciones estructurales en la base de esta brecha: la diferente socialización, un modelaje ligado a la complacencia, la carga de los cuidados: doble jornada, carga mental, techo de cristal y suelo pegajoso. Y a pesar de las limitaciones que dichas dinámicas sistémicas infligen sobre nuestra capacidad de participación en distintos foros, esta última está también determinada por conductas concretas de hombres de carne y hueso.
Los hombres están acostumbrados a ocupar los espacios y en su particular proceso de socialización se les cuelga el sambenito de legítimo y exclusivo portador de lo pertinente. El silencio de las mujeres resultante (en clase, en los congresos, en las organizaciones…) conlleva la imposición de ritmos de trabajo no cuidadosos con las condiciones materiales de los colectivos vulnerables. La persistencia en el control del espacio colectivo deriva de prácticas discursivas basadas en la imposición y el dominio, cuyas lógicas internas imposibilitan la creación y consolidación de estructuras comunicativas democráticas.
Cuando se es parte de un colectivo vulnerable y discriminado, la pervivencia de la democracia adquiere una importancia vital, puesto que las maneras más democráticas son también las únicas maneras inclusivas. Dicha inclusión implica que se permita a nivel formal y material la intervención del mayor número posible de interlocutores. “Mi silencio no me protegió. Tu silencio no te protegerá”, sentenciaba Audre Lorde.
Si pensamos como Kate Millett que lo personal es político, las condiciones materiales de la existencia de las mujeres deben tenerse en cuenta a la hora de diseñar los mecanismos de participación y gestión de los espacios de trabajo colectivo (aulas, claustros, congresos, organizaciones sociales y políticas…). Y los hombres de dichos espacios deben colaborar renunciando al privilegio de la pertinencia con la cesión de los tiempos ajenos que se arrogan, en favor de la igualdad.
En clase, en el claustro, en el congreso educativo, en el sindicato o en la asociación de profesorado, las formas de participación deben recibir la atención que merecen. Desde la tutela cuidadosa a la responsabilidad colectiva, la democracia se aprende ejerciéndola.
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