Hasta ahora, dos generales han confirmado que Jair Bolsonaro, el expresidente de extrema derecha de Brasil, quería dar un golpe de Estado para mantenerse en el poder tras perder las elecciones contra Luiz Inácio Lula da Silva. Y no generales cualquiera, sino los más altos cargos del Ejército y de la Fuerza Aérea del Gobierno del propio Bolsonaro. Aun así, Bolsonaro —inelegible hasta 2030— se siente libre para hacer campaña para presentar a alcaldes y concejales para los comicios de este año. Bolsonaro está seguro de que no perderá prestigio ante sus seguidores aunque sea juzgado por atentar contra la democracia. Por desgracia, parece que tiene razón.
En países como Brasil, la democracia está lejos de ser un valor absoluto por el que luche la mayoría. En parte, porque muchos no creen que cambie especialmente su vida. La dictadura militar (1964-1985) secuestró, torturó y ejecutó a opositores. Pero cuando el país se redemocratizó, la policía siguió invadiendo casas, secuestrando y matando a personas en las favelas y barrios pobres, donde vive la mayoría de la población. Impunemente, y sin que eso molestara en particular a los más ricos, generalmente blancos, que siguen ocupando los puestos de poder en las instituciones democráticas.
Esta democracia selectiva, que dejó fuera o solo incluyó en parte a los más pobres, hoy pasa factura. Lula siempre ha creído que los votos dependen de la economía, de que la gente sienta que su vida material ha mejorado, lo que de hecho funcionó en sus dos primeros mandatos, que concluyeron con índices de aprobación récord. Pero ya no. Nada parece ser más importante para una parte significativa de los brasileños que sentirse seguros en un momento de tanta incertidumbre, cuando hasta el clima está cambiando. Seguros de que no les robarán el móvil en una esquina, pero también seguros de que la única familia bendecida por Dios es la de un “hombre con una mujer”.
La seguridad física y material se ha articulado de forma decisiva con lo que podría llamarse seguridad moral, cada vez más determinada por las iglesias evangélicas neopentecostales en el Brasil de hoy. Una ha pasado a vincularse obligatoriamente a la otra.
Si la contradicción es que la policía que mata a pobres y negros es mayoritariamente bolsonarista, la extrema derecha convence a sus seguidores de que la izquierda ha convertido a Brasil en una Sodoma. La inseguridad urbana, en este discurso, sería el resultado de la corrosión de los valores morales y las costumbres conservadoras, y cualquiera que viva al margen de estos valores se convierte en un enemigo al que hay que eliminar. Cuando el debate político se reduce a una guerra del bien contra el mal, con el mal encarnado por todos los que discrepan del grupo que afirma tener el monopolio del bien, la democracia puede contar poco.
Tanto es así que la palabra que une a este sector de la población que se aglutina en torno a Bolsonaro no es democracia, sino “libertad”: la libertad de eliminar tanto las leyes como los derechos de todos aquellos que amenazan su precario y movedizo lugar en un mundo cada vez más inhóspito.
Aun así, Brasil está lejos de convertirse en Rusia. Las investigaciones avanzan y existe la posibilidad de que Bolsonaro sea finalmente encarcelado, aunque esto disguste a una parte del país. Pero tan crucial como castigar a quienes la atacaron es hacer que merezca la pena defender la democracia, no solo en las instituciones, sino en las calles. Cómo aumentar rápidamente el valor de la democracia en un contexto tan hostil es la pregunta más difícil a la que debe responder un gobernante como Lula.
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