A las siete de la mañana del 21 de noviembre de 2017, la madre de Molly Russell, una adolescente londinense de 14 años aparentemente feliz, querida por sus familiares y amigos y amante de la música, encontró muerta a la menor en su habitación. Se había quitado la vida. Fue semanas después cuando sus padres descubrieron lo atrapada que había estado, al menos durante un año, en el interior de un “gueto” de internet, —“el más lúgubre de los lugares”, en palabras de su padre— lleno de referencias al suicidio, la depresión o las autolesiones. 16.300 contenidos que Molly compartió o a los que dio un ‘me gusta’.
El ‘caso Molly Russell’ fue un estímulo potente para que el Gobierno británico sacara adelante, a pesar de las dudas o de las críticas, su Ley de seguridad online (Online Safety Act), aprobada a finales de octubre de este año. El nuevo texto obliga a los proveedores de contenido, ya sea propio o generado por usuarios como en las redes sociales, a vigilar la legalidad o la idoneidad del material.
En el caso de plataformas con contenido para adultos, como aquellas que ofrecen pornografía, la compañía estará obligada a comprobar que las personas que intentan acceder tienen la edad legal para hacerlo. En el caso de que no baste con la identificación a través de un documento oficial expedido por el Gobierno (en el Reino Unido no existe ni es por tanto obligatorio algo como el Documento Nacional de Identidad español), las plataformas deberán utilizar la tecnología hoy ya a su alcance para realizar una verificación biométrica, a través de los rasgos faciales y de la edad del potencial usuario.
Los contenidos ilegales
Bajo la supervisión del regulador británico de medios y contenidos digitales, OFCOM, que se ha comprometido a ir produciendo guías y recomendaciones para que las plataformas cumplan con sus nuevas obligaciones, es responsabilidad de las compañías eliminar de su oferta todo aquello que contenga abusos sexuales a menores, comportamientos abusivos o coercitivos, violencia sexual extrema, incitación a la inmigración ilegal o el contrabando de personas, inducción o ayuda al suicidio, promoción de comportamientos autolesivos, crueldad animal, venta de drogas o armas o actividades terroristas.
Es dentro de ese listado tan amplio donde comienzan a surgir cientos de dudas que han provocado la crítica de las empresas afectadas, que además de la onerosa obligación que se les ha impuesto ven el riesgo de chocar con derechos fundamentales como el de la intimidad.
“En un intento por eliminar los peores contenidos de internet, la ley puede acabar poniendo en riesgo los mejores contenidos de internet”, han defendido en una pieza firmada conjuntamente la directora ejecutiva Wikimedia Foundation, Lucy Crompton-Reid, y la fundadora de Global Voices [que aboga por la libertad en internet], Rebeca MacKinnon.
¿Entra dentro de los márgenes establecidos por la ley cualquier contenido que trate, siquiera de manera pedagógica aunque cruda, aspectos del suicidio, de la bulimia o de la marginación de minorías étnicas o raciales? ¿Cualquier contenido sexual? Los críticos de la ley señalan que muchas plataformas optarán bien por cerrar en banda su acceso a los menores de edad, bien por autocensurarse en exceso para no arriesgarse a multas pecuniarias que pueden alcanzar hasta el 10% de los ingresos globales de la compañía infractora (hasta un límite de 21 millones de euros) y posibles penas de prisión de hasta dos años para sus directivos.
La plataforma Whatsapp, propiedad de Meta, ha llegado a amenazar con abandonar el Reino Unido si la nueva ley fuerza a sus responsables a tener que controlar los mensajes que se envíen entre ellos los usuarios.
Sin embargo, son muchas las personas y organizaciones que no se han dejado convencer por los lamentos de las tecnológicas y respaldan la nueva ley. “Internet puede ser una fuente de apoyo para personas cuya salud mental está sufriendo, pero también puede ser el escaparate de una inmensa cantidad de material dañino para esa misma salud mental. Por ejemplo, con la promoción de desórdenes alimenticios”, ha señalado Oliver Chantler, director de Políticas y Asuntos Públicos de la Mental Health Foundation.
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