La gran familia Ziadna, beduinos del sur de Israel, celebró delante de la pantalla de televisión con regocijo contenido la liberación de dos de sus miembros: Aisha, de 16 años, y Bilal, de 18. La salida de Gaza de estos dos rehenes se produjo en la noche del 30 de noviembre. Acababa de tener lugar el último canje acordado durante la tregua de una semana de secuestrados el 7 de octubre por Hamás a cambio de presos palestinos de cárceles de Israel. “Saltamos todos al ver la imagen, cuando estaban ya en manos de la Cruz Roja”, relata Kamel Ziadna, de 30 años y primo de los liberados. De inmediato añade: “Pero la alegría no es plena. Faltan Hamza y Yousef”. Quienes faltan —porque permanecen en Gaza— son otro hermano de los liberados, de 22 años, y el padre de los tres, que tiene 53. Kamel trata de imaginarse lo duro que debió ser para los cuatro separarse, pues permanecieron juntos durante el cautiverio de 55 días hasta que los islamistas incluyeron a los hermanos en la lista de agraciados en el intercambio.
La ruptura del alto el fuego al amanecer del 1 de diciembre, pocas horas después de la liberación de Aisha y Bilal, devolvió a la familia Ziadna al estado de permanente incertidumbre, pues los canjes se habían acabado, al menos, de momento. El panorama, dejan entrever, no es para ser optimista. La guerra volvió con enorme intensidad, el ejército extendió su ocupación al sur de la Franja y no hay otra tregua a la vista.
Junto a Hamza y Yousef Ziadna, este último hipertenso y diabético, quedan 136 rehenes más en la Franja, aunque de 15 de ellos se ha confirmado ya que han muerto. Tras permanecer en el hospital Soroka de la ciudad de Beerseba unas horas durante las que las autoridades israelíes les sometieron a algunas pruebas tras el secuestro, los dos hermanos liberados regresaron el sábado 2 de diciembre a su aldea de Ziadna, de unos 2.000 habitantes y a la que da nombre el apellido del clan. Son los dos primeros liberados de la comunidad árabe-israelí, que representa en torno al 20% de los 10 millones de habitantes del país. Quedan en Gaza todavía en torno a media docena, según medios locales.
Las imágenes grabadas por algunos presentes de la llegada al pueblo dan cuenta de una ceremonia de bienvenida sobria. Apenas abrazos y apretones de mano de los presentes, sin música ni bailes. “No hubo fiesta. No pudimos celebrarlo. Seguimos todos rezando para que regresen Yousef y Hamza y por todos los muertos de la guerra, de los dos lados”, afirma Kamel. La mención a las oraciones por las víctimas de ambos lados ―más de 16.000 personas han muerto en Gaza desde el inicio de la guerra; Hamás mató a 1.200 en su ataque del 7 de octubre― no es frecuente en estos días en Israel. Y como queriendo mandar un mensaje a Hamás, Kamel destaca que ni su primo ni tu tío han servido nunca en el ejército de Israel, donde la minoría beduina está exenta del servicio militar obligatorio. Los beduinos, una comunidad generalmente olvidada por las autoridades de su país, son árabes y musulmanes que se sienten en su inmensa mayoría palestinos en territorio israelí.
Una de las dos vías que lleva a Ziadna serpentea entre pestilentes restos de animales muertos, basuras y escombros. El camino describe ya antes de llegar las condiciones en las que vive la familia. A la izquierda del camino, la inmundicia, entre la que pasea un perro y un caballo atado da pasos sobre sí mismo, abre paso a las chabolas. A la derecha, una extensión de terreno llano y limpio. “Eso ya no es Ziadna, es el territorio que nos han ido quitando los judíos”, asegura Kamel, que añade que sus ancestros, de tradición nómada, se instalaron en este lugar años antes de que Israel existiera como Estado desde 1948.
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Ya dentro de la localidad, un círculo de una veintena de hombres comparte el lunes pasado conversación en torno a vasitos de café, té y botellas de agua. Todos se levantan y saludan con un apretón de manos cuando llega un chaval joven que, sin apenas abrir la boca, se une al grupo. Es Bilal, que ocupa una de las sillas de plástico. La familia no acepta que se le hagan preguntas ni que se hagan fotografías. Un portavoz militar ya dejó claro que no iba a trascender la información obtenida de los interrogatorios a los rehenes liberados y que podría resultar esencial para tratar de rescatar al resto.
Con Bilal presente, las charlas de unos con otros se retoman en esa especie de ceremonia de bienvenida en Ziadna. En ella, el paso del tiempo no lo marca el reloj, sino el pausado protocolo de los hombres del desierto. Algunos de los que han acudido son militares de uniforme con sus armas reglamentarias apoyadas en las piernas. Hay autoridades o vecinos de localidades de alrededor. También algunos de los 19 hijos que tiene Yousef, 15 con la madre de los tres que fueron hechos rehenes y cuatro con una segunda esposa. Otros de los presentes, entre los que hay varios hermanos de Yousef, son los responsables del poblado, un erial polvoriento al que no llega la electricidad, el agua o el asfalto. Tampoco hay escuela o centro de salud, lamenta Kamel.
Ziadna se ubica a las afueras del núcleo urbano de Rahat, de unos 60.000 habitantes, considerada la mayor ciudad beduina del mundo y uno de los mayores focos de pobreza de Israel. Hasta aquí han retornado Aisha y Bilal tras el secuestro sin rastro de violencia en sus cuerpos, solo con la pérdida de algunos kilos, detalla Kamel, al tiempo que recuerda que estos días de guerra “hay problemas para conseguir comida en Gaza para todo el mundo”.
En un momento dado, tres hombres con libretas y bolígrafos se retiran junto a Bilal al interior del sheq, el salón hecho de chapa y material prefabricado donde se reúnen los hombres del clan y en cuya puerta siguen los demás reunidos. Los tres son psicólogos que tratan de ayudarle a recuperarse tras el secuestro. Mientras tanto, no hay rastro en público de Aisha ni de ninguna otra mujer de Ziadna. La última vez que toda la familia estuvo junta fue durante la celebración de una boda el viernes 6 de octubre, la víspera del ataque de Hamás a Israel. El sábado, calcula Kamel que en torno a las dos de la madrugada, Yousef y Hamza, acompañados por Aisha y Bilal, acudieron al kibutz Holit, junto a Gaza, donde trabajan en un establo con vacas. Allí les pilló a los cuatro de la mañana la llegada de los islamistas.
Por las calles y accesos de Rahat se ven estos días vallas publicitarias con los rostros de Aisha y Bilal donde se lee: “Felicidades por vuestra libertad. Y después, el resto”. Ninguno de los dos había conseguido acabar el instituto por los problemas que supone vivir en un poblado como Ziadna, destaca Kamel. Él mismo señala que tuvo que estudiar Medicina fuera, en Rumania. Pide ayuda a Qatar, Egipto y hasta a Hamás para que su tío y su primo sean liberados.
“Hamza es un gran amigo mío y le echo mucho de menos”, comenta mientras muestra imágenes de ambos en la pantalla del teléfono y recuerda las últimas horas que pasaron antes del ataque de Hamás. Kamel explica que es soltero y sin compromiso, algo que hasta cierto punto puede chocar a los 30 años de edad a la sombra de la tradición beduina. Hamza, añade, se casó en 2020 y, a sus 22 años, tiene un hijo de dos años y una hija de cuatro meses.
Nadie ha movido su coche desde el día en que fue secuestrado. Permanece aparcado delante de su casa. Parte de lo que gana trabajando con las vacas lo emplea en reconstruir esa vivienda, que, según su primo, ha sido derribada ya dos veces por las autoridades de Israel, que consideran Ziadna un pueblo ilegal junto a otras 36 localidades más que acogen a unos 80.000 beduinos. También la casa de Yousef ha sido demolida hasta cuatro veces, asegura Kamel.
La población beduina de origen palestino en el desierto del Neguev, instalada en este territorio desde hace siglos y a la que el Gobierno de Israel trata de apartar de su modo de vida tradicional, es hoy de unas 310.000 personas. Dos tercios de esos ciudadanos viven por debajo del umbral de pobreza, una tasa que triplica la media del país. Es ahí donde Kamel Ziadna trata de completar un doble sueño: añadir a su formación de médico generalista la de Pediatría y, apegado también al peso de los ancestros, casarse y tener niños. “No es fácil ser beduino, pero tenemos que ser beduinos”, zanja.
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