Hacia una educación digital crítica | Educación

Va de barbies (otra vez) y de móviles. Corría el año 2014 y todavía el olor a la cazuela humeante de la crisis impregnaba cada recoveco vital. Mattel —esa humilde empresa estadounidense que hipotecó una parte de nuestra infancia con kilos de mercancía lúdica que algunos guardamos en rincones de nuestras casas— anunciaba la Barbie emprendedora. Sobre este lanzamiento, la periodista Jessica Roy escribía con sarcasmo aquel año en la revista Time: “¿Emprendedora de qué, exactamente? Quién sabe, ¡pero mira su lindo y pequeño iPad!”. Sí: el nuevo producto estrella de la compañía fabricante de juguetes venía con una tablet y un smartphone en sus manos, como ocurre con muchos niños y niñas ensimismados a nuestro alrededor.

Casi diez años después, la digitalización y el llamado emprendimiento son conceptos que han reformulado nuestro sistema educativo. Lo han hecho en la versión más despiadada del modelo fabril neocon: en medio de una distópica paradoja en la que los centros escolares afrontan la convulsa disyuntiva sobre cómo educar en un mundo muñequizado y en gran parte ya facturado en la cuenta de las big tech, con sus consecuencias.

Que hubiésemos podido ser sabios prescindiendo de artilugios humanos nos lo demostró Jonathan Swift en la IV parte de Los viajes de Gulliver (1726). En esta, el marinero protagonista se asombra al ver cómo los nobles caballos llamados houyhnhnms son capaces de llevar un modo de vida armónico y justo sin los avances de la sociedad industrial. Desconocían, entre otros muchos descubrimientos, la escritura (no la necesitaban), y todas las decisiones relevantes se debatían en asambleas.

Hoy en día es impensable una sociedad avanzada sin escritura, y también una escuela sin asambleas y otros intercambios comunicativos. También es inconcebible una educación alejada de la digitalización, como ya nos enseñó una pandemia que nos dejó en paños menores, al destapar todas nuestras carencias en la ahora llamada competencia digital. Y nos seguiremos golpeando contra una pared si pensamos que es posible enseñar a nuestros estudiantes sin tabletas, chromebooks ni móviles.

La educación confinada irrumpió, además, en nuestro país en medio de una cultura docente escasamente colaborativa, tal y como demostró el último Informe TALIS de la OCDE. Este puso sobre la mesa por ejemplo que, en España, sólo dos de cada diez docentes participaban en redes de colaboración en línea. La alfabetización digital, por lo tanto, era en ese momento una necesidad imperiosa y por eso nos pusimos todos manos a la obra. Pero, un tiempo después, nos preguntamos ante un futuro lleno de incógnitas: ¿qué tipo de digitalización escolar necesitamos ante los problemas imperantes en el planeta?

Cuando ya no queda demasiado para que comience un nuevo curso escolar, a cualquier docente le podría inquietar la lectura de Tierra quemada (Ariel, 2022), el último libro del crítico de arte norteamericano Jonathan Crary. “A lo largo de las dos últimas décadas, se ha desviado a los jóvenes de la acción política y estos se han convertido en el sector sobre el cual han sido más implacables las exigencias de anuencias y consumo tecnológico”, alerta el autor en sus páginas. ¿Puede educarse a la infancia alejada de un mundo digital que convierte a un gran volumen de población en simple consumidora de datos, ansiosa de polémicas, bulos y likes? ¿De qué manera debe introducirse este modelo digital crítico en el engranaje curricular? ¿Estamos en la senda correcta con el incremento exponencial del aparataje tecnológico en los centros? ¿Aciertan los agoreros que claman a los cuatro vientos ante una supuesta tecnocracia destructiva de las mentes más tiernas? La irrupción de aquella Barbie emprendedora de Mattel que llegó al mercado con un móvil en sus manos hace una década nos estaba queriendo, tal vez, decir algo.

La desmesurada tecnocracia educativa da tanto vértigo como el inquietante final ambiguo de la novela El cuento de la criada (1985), de Margaret Atwood, con otro mensaje simbólico sobre la cosificación: “subo y penetro en la oscuridad del interior, o en la luz”. Porque cuando el mundo tecnológico atraviesa las paredes de nuestras clases, si nos fijamos con atención, vemos ese doble rostro claro y tenebroso a la vez, que es imposible esquivar. Pero es en su oscura voracidad, como ocurre con otros productos originados por la versión más interesada del capitalismo cultural, donde tal vez esté la luz: una forma de gobernanza escolar en la que la clave sea una educación digital crítica y participativa que alerte ante la subordinación de nuestra sociedad a plataformas digitales de consumo con muchas ventajas, pero también con precipicios más allá de lo aparente.

Como anunciaba Rosa de Luxemburgo a inicios del XX, la movilización de las masas son el elemento decisivo para construir cualquier acto revolucionario. En esa forma de justicia social digital debemos educar a las generaciones que poblarán este endeble planeta dentro de décadas. Empezar un nuevo curso con el pobre argumento de la prohibición motivada por riesgos demostrados supone un balance escaso para un sistema educativo exigente que tiene que apoyarse en una filosofía, un humanismo y una conocimiento ético moldeados por los retos de nuestro tiempo; una educación que supere la mera sustitución de los libros de texto por pantallas, sin más, y que despierte capacidad reflexiva en quienes están llamados a ser los analistas de datos, programadores y expertos en Inteligencia Artificial del futuro.

La misma tendencia que nos lleva a culpar a las víctimas de su fracaso, denunciada por pensadores desde Michael Sandel a François Dubet, es la que llevó a encumbrar la capacidad de emprendimiento de la famosa muñeca de Mattel que tenía un smartphone y una tablet como símbolo de sus potencialidades, en un intento de coronar la meritocracia tecnológica como medio de vida: la misma que agudizó desigualdades cuando nos atravesó una crisis sanitaria sin precedentes. Y ese pensamiento tiene que formar parte de esta nueva educación digital crítica.

Se trata ahora, a la vuelta de muchas lecciones aprendidas, de dar un giro hacia la introducción de una interfaz educativa hasta cierto punto sostenible en un mundo injusto. Una civilización megalómana que concibe por un lado que, desde la posición adultocéntrica, tenemos que sacar los móviles de las aulas, pero que, a la vez y desde desde otro privilegio (ahora etnocéntrico), queremos hiperconectar el planeta en una gran red construida desde la posición dominante para saciar nuestra eterna sed de conquista. A nuestros jóvenes los tenemos que proteger de cualquier amenaza derivada de la EdTech, pero también les debemos que conozcan esta inquietante verdad.

En esta paradoja se tiene que cimentar una incipiente educación digital equilibrada de la que no podemos privar a los estudiantes que tienen que salir de la educación obligatoria con saberes cruciales para el desarrollo ecosocial: una incógnita que guarda un mensaje sobre lo que el poder tecnocrático encierra en tejidos y algoritmos; la misma sed que nos lleva a que buscar cobertura sea nuestra primera misión cuando exploramos otras geografías, culturas y formas de vida, sin haber aprendido a ser críticos ante lo que ello representa.

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