El actor cubano Vladimir Cruz recuerda hoy, con marcada nitidez, el día de 1995 en que, bajo el alero del teatro Carlos Marx de La Habana, él y otros otros actores le dijeron a modo de broma al director de cine ruso Nikita Mijalkov que les había arrebatado el premio Oscar a los cubanos. Mijalkov los abrazó mientras reía. Les confesó que todos en Cuba le decían lo mismo. El año anterior, el comediante David Letterman anunciaba desde el Shrine Auditorium de Los Ángeles, en la 67 edición de los premios de la Academia, que el galardón a la Mejor Película de habla no inglesa era para Quemados por el sol, y no para la belga Farinelli, ni para la taiwanesa Comer, beber, amar, ni para la macedonia Antes de la lluvia, ni para la cubana Fresa y Chocolate.
Cruz cree que, sin dudas, el premio mayor fue el que puso en sus manos el espectador de su país: “Que el pueblo cubano pensara en su inmensa mayoría que el Oscar lo merecíamos nosotros fue nuestro verdadero premio”, le dice a EL PAÍS.
Hace justo 30 años, en diciembre de 1993, Cruz ganaba espacio entre los principales rostros del cine cubano como protagonista, junto a Jorge Perugorría, de Fresa y Chocolate. El filme, que se estrenó en la apertura del XIII Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, se llevó ese año el premio Gran Coral del festival, obtuvo el Oso de Plata del Festival de Berlín de 1994, y la nominación a los Oscar. Sus directores, Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, regalaron una indiscutible pieza artística a la cinematografía cubana y universal. La película de 108 minutos ambientada en La Habana de los setenta cuenta la historia de un joven heterosexual (Cruz, en el personaje de David), estudiante de Ciencias Políticas y comunista, que conoce a otro joven homosexual (Perugorría, en el personaje de Diego), lector de Lezama Lima, Martí o Kavafis, con quien teje una amistad, se podría decir un amor, que estalló en la cabeza de los cubanos de los inicios de los noventa.
El gran tema de Fresa y Chocolate sigue siendo un territorio de debate: aborda la homosexualidad, pero los protagonistas nunca llegan si quiera a besarse, más bien el hombre termina yéndose con una mujer y el conflicto se resuelve en la amistad, con el mítico abrazo de la escena final. “¿Qué pasaría si los arquetipos fueran más heteroflexibles o pansexuales como en la narrativa de Reinaldo Arenas?”, se pregunta el cineasta queer cubano Lázaro González. “O visto de otra manera, cómo ponerle el sello de queer, cuir, maricona, pájara a una película en la que el deseo homoerótico nunca llega a materializarse ni como un beso robado; y, en cambio, cada escena sexual representa el placer desde el voyeurismo de una mirada heteronormativa”.
Otro de los grandes temas de la película es la tolerancia: “Yo creo que cada uno tiene derecho a hacer su vida como le dé la gana”, dice el personaje de David en el filme. Pero cuando se habla de tolerancia, no solo se habla del respeto hacia la elección sexual, sino también hacia el opuesto en todo sentido, que está encarnado, en este caso, en la figura del revolucionario y el contrarrevolucionario. Si hay dos grandes antagónicos en el filme, más que el homosexual y el heterosexual, son esos. El primero, que conserva pósters con la cara más pop de Marilyn Monroe, números de la revista Time y que consume whisky, “la bebida del enemigo”, que lee a Vargas Llosa, Severo Sarduy y Goytisolo, demonizados en ese entonces en Cuba. El segundo, cuyos únicos santos son el Che, la insignia del movimiento 26 de Julio y su carnet de joven comunista. El contrarrevolucionario es el homosexual, el disidente, que no hace guardias del CDR (Comité de Defensa de la Revolución) ni trabajos voluntarios, y el revolucionario su contraparte, “el hombre nuevo” que Fidel Castro pretendía construir en Cuba. Por momentos, la película lanza dardos de crítica al corazón del sistema. Por momentos, parece que lo condona.
“La recepción de una película siempre estará en función del horizonte de expectativas que tenga el espectador”, opina el crítico de cine cubano Juan Antonio García. “Sin embargo, más que un encargo político, por lo que he podido investigar, veo a Fresa y Chocolate como la necesidad que tenía Tomás Gutiérrez Alea de llevar a la esfera pública sus propias ideas”.
En alguno de sus diálogos, el personaje de Diego dice: “En el socialismo no hay libertad, los burócratas lo controlan todo”, una crítica no menor en esos años. Al mismo tiempo, depende de cómo lo mires, es un filme que, en ocasiones, podría lavar el rostro del Gobierno: “Yo lo que te voy a demostrar es que los comunistas no somos tan salvajes como tú nos pintas”, dice el personaje de David en otra de sus escenas. Incluso, hay frases que no sabrías definir si están en el espectro de la crítica o en el de la absolución. “Es lamentable pero comprensible que se cometan errores, como mandar a Pablito para la UMAP”, dice David en cierta escena. Con esto se refiere a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, una especie de campos de trabajo forzado donde el Gobierno cubano envió a religiosos, delincuentes y homosexuales, con la voluntad de reorientarlos política, ideológica y sexualmente. Allí estuvo, entre otros, el cantautor cubano Pablo Milanés.
Muchos son los que consideran que Fresa y Chocolate no inaugura una tradición de temática homosexual en el cine cubano, cuando ya había obras como Conducta Impropia, de Néstor Almendros, Tent City, de Miñuca Villaverde, Y hembra es el alma mía, de Lizette Vila o Mariposas en el Andamio, de Luis Felipe Bernaza y Margaret Gilpin. Hay quien cree que Fresa y Chocolate, que esperó 14 años para ser transmitida por un canal de televisión nacional, tuvo el respaldo de las autoridades y los guardianes culturales. Lo cierto es que el público de la isla y la crítica acogieron como nunca antes un largometraje de ficción que abordaba el tema de la homosexualidad de manera explícita, un territorio directamente agredido por los responsables de la Revolución de 1959, guerrilleros, barbudos, viriles, de cuerpos jóvenes cubiertos de verde olivo, que condenaron desde los inicios cualquier manifestación sexual que no fuese entre hombres y mujeres.
Tres décadas después de la llegada de los Castro al poder, se estrenaba una película donde se repetían las palabras “gay” o “maricón”, en el mismo país escenario de la llamada Noche de las tres P, cuando una redada policial pretendió acabar con prostitutas, proxenetas y “pájaros” (homosexuales), llevándose entre ellos al escritor Virgilio Piñera. El mismo país que expulsó a homosexuales de las universidades o centros de trabajo. El mismo donde en la década de los 70 se estableció el conocido Quinquenio Gris, y se persiguieron a los artistas que medianamente disentían con el sistema y los homosexuales fueron particularmente marginados. En 1971, en el Congreso Nacional de Cultura y Educación, se insistió en que no se debía tolerar a “homosexuales reconocidos” a pesar de su “mérito artístico”. En el éxodo de 1980, desde el puerto del Mariel hacia Estados Unidos, en un intento de “depurar la sociedad socialista cubana”, se largaron muchos homosexuales, entre ellos el escritor Reinaldo Arenas. En una entrevista publicada en 2010 por el diario mexicano La Jornada, le preguntaron a Fidel Castro sobre la cruzada desatada contra homosexuales, y este confesó haber sido el principal responsable. “Si alguien es responsable, soy yo”, dijo, y luego agregó que no tenía tiempo de ocuparse del tema porque estaba inmerso en cuestiones políticas como la Crisis de Octubre. “Teníamos tantos y tan terribles problemas, problemas de vida o muerte, ¿sabes?, que no le prestamos suficiente atención”.
Fresa y Chocolate llegó unos pocos años después de cierto camino transitado hacia la aceptación de la homosexualidad por parte del Gobierno, que había permitido la apertura del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex) y la integración en el ejército de hombres homosexuales. Luego de 30 años, las autoridades reportan un total de 745 matrimonios del mismo sexo en Cuba hasta el mes de abril, tras haber aprobado en 2022 un Código de las Familias que reconoce el matrimonio igualitario. Muchos agradecen a la película haber allanado el camino hacia un diálogo sobre la temática homosexual en Cuba. Pero si el espectador cubano de la década de los noventa experimenta un acercamiento de asombro, reconocimiento o descubrimiento hacia la película, el espectador de hoy no. El espectador de hoy, que puede casarse con quien lo desea, se acerca a un documento, a un testimonio, y a un espejo.
Hay muchos otros relatos en Fresa y Chocolate que parecen no haber cambiado para el espectador de ayer y el espectador de hoy. Por ejemplo, la censura. El filme gira alrededor de una exposición que finalmente llega a ser censurada en un país que 30 años después restringe muchas de las expresiones y posibilidades del arte. Una película de vanguardia que habla de censura cuando el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic) guarda algunos de los episodios más sonados de los últimos tiempos en la isla. Aún así, García cree que el cine cubano hoy, o el “cuerpo audiovisual de la nación”, como le gusta llamarle, “goza de una gran salud, sobre todo porque hay un grupo de cineastas jóvenes que han conseguido reconquistar espacios internacionales, y colocar sus películas en diversos circuitos del mundo. Paradójicamente, el Estado no consigue entender estos nuevos procesos, y sigue haciendo uso de una política cultural absolutamente superada por la Historia”.
En Fresa y Chocolate vemos a un David y a un Diego que padecen el deterioro de La Habana. “La están dejando caer”, dice alguno de los dos en un momento, y parece el monólogo de cualquier cubano que transite ahora mismo la ciudad. Si los espectadores de los primeros años noventa vivieron el fatídico Período Especial, los espectadores de hoy permanecen en una crisis que muchos consideran que ya ha superado cualquier otra.
La película habla sobre emigrar. “He tenido problemas con el sistema”, dice Diego antes de anunciarle a David que se largará finalmente de Cuba, una noticia que mantiene escondida casi hasta el final del filme, como casi todos en el país, que guardan el secreto de su partida hasta que no se puede esconder más. Treinta años después, muchos de los espectadores de Fresa y Chocolate son parte del gran éxodo que vive Cuba, el mayor de su historia, que alcanza la cifra de casi medio millón de emigrados en solo dos años.
Valdría la pena preguntarse, tres décadas después de Fresa y Chocolate, qué clase de país es Cuba. Vladimir Cruz cree, sin dudas, que no es un país mejor. “Resulta curioso comprobar cómo el tiempo parece haber erosionado únicamente la estructura física de nuestra ciudad, pero no la cerrazón y el dogmatismo de muchos funcionarios e instituciones culturales, más preocupados por la política que por la propia cultura”, dice. “Ante esta situación cabe preguntarse si una película similar podría rodarse y exhibirse en la Cuba actual. Siendo sincero, me temo que no”, se responde. “Tengo que decir que, al menos en ese sentido, tenemos un país peor”.
Fresa y Chocolate comienza con una escena en la popular heladería Coppelia de La Habana. Diego llega con un ramo de girasoles, un libro y su mirada de cazador. Pide permiso para sentarse y saborea su helado. “No pude resistir la tentación. Me encanta la fresa”, le dice a David. El Coppelia también es un lugar peor. Las calles que caminan Diego y David, o las librerías que visitan, son un lugar peor. La mítica Guarida, el set principal de la película convertido hoy en uno de los restaurantes más sofisticados de La Habana, en medio de uno de los barrios donde más derrumbes de edificios se reportan en los últimos años, tampoco es un mejor lugar.
Cabe la pregunta de si, pasados 30 años, Vladimir Cruz y Jorge Perugorría han sido fieles al espíritu de Diego y David. Perugorría no respondió a un cuestionario de EL PAÍS. Cruz, por su parte, cree que ha tratado de ser consecuente con la película: “Lo único que puedo decir es que en los últimos 30 años, a partir de mi trabajo en Fresa y Chocolate, todos los principales actos que he realizado, tanto profesionales como personales, los he hecho teniendo en cuenta ese espíritu y esa responsabilidad”.