¿Cómo debe cambiar Europa? | Internacional

Otra ampliación de la Unión Europea se eleva a urgencia. Será de hasta 35 Estados miembros, los actuales 27 y los ocho candidatos orientales y balcánicos. Charles Michel, el presidente del Consejo Europeo, ya puso fecha (el 28 de agosto): 2030.

Pero adecentar la casa que se diseñó para seis vecinos, alberga a 27 y multiplicará casi por seis los iniciales exige una remodelación a fondo. Quizá basten pocas reformas. Pero de calado. Para ser rápidos y eficaces dentro. Y relevantes en la escena mundial. Afectarán al funcionamiento interno (mejorando la “capacidad de absorción”) y a los aspirantes a integrarse. La cumbre de Granada que se inicia mañana, cita clave de la presidencia semestral española, madurará el lanzamiento de la señal de salida para este futuro.

De hecho, está fraguando una imprevista convergencia de tres procesos casi simultáneos. El primero surge tras el último ingreso de un país exyugoslavo, Croacia, en 2013. El plan de estabilidad y las ayudas preadhesión de la UE han mejorado las economías balcánicas: sus exportaciones a la Europa comunitaria casi se duplicaron entre 2007 y 2016; la ayuda financiera superó los 20.000 millones entre 1995 y 2020 (Les Balkans occidentaux, Pierre Mirel, Fondation Schuman, 2018).

Pero al tiempo, el lento cierre de capítulos de la negociación frustra a sus élites y desanima a sus gentes. En línea (menos intensa) que lo visto en Turquía, a cuya candidatura se otorgó marchamo oficial en 1999. Que se empantanó —huellas de conflicto religioso/civilizacional— con funestos resultados políticos, el ensimismamiento ultra de Ankara.

Al tiempo, la Unión digería pesadamente la gran ampliación de 2004/2007 al Este (10 países) y Mediterráneo (Malta y Chipre). Los gobiernos iliberales de Polonia y Hungría frecuentaron la toma de rehenes interna (bloquear una decisión para lograr ventajas en otra), retrasaron avances (el plan Next Generation…) y soliviantaron a sus poblaciones manipulando jueces o jugando a la xenofobia antinmigración.

La invasión de Ucrania por las tropas de Vladímir Putin en febrero de 2022 fue un revulsivo para casi todo. Catalizó la somnolienta ampliación, proyectando la candidatura de Ucrania (y de Moldavia), reactivó la balcánica y reverdeció en la Unión la necesidad de reformas internas para acelerar sus decisiones (también ante la pinza EE UU-China), como requisito de la extensión en ciernes.

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El más madrugador en remover aguas fue el presidente francés, Emmanuel Macron: debemos avanzar “con la generalización del voto por mayoría cualificada en nuestras decisiones” (Estrasburgo, 9 mayo de 2022). Favoreció que la cumbre de junio enfatizase que la ampliación dependerá de los “méritos propios” de cada candidato (evitando el efecto manada de los convoyes), y también “tomando en cuenta la capacidad de la UE para absorber nuevos miembros”. El más ambicioso, el canciller alemán, Olaf Scholz: “Los candidatos deben cumplir los criterios de adhesión” (llamados de Copenhague, de 1993: estabilidad democrática, economía de mercado, capacidad competitiva y respeto a los fines del club). Pero “también nosotros debemos adecuar la propia Unión a esta gran ampliación” (Universidad Carlos, Praga, 29/8/2022). Lo que remató el 9 de mayo ante el Parlamento Europeo demoliendo el sistema de toma de decisiones: “Ni la unanimidad ni el 100% de acuerdo crean la mayor legitimidad democrática posible”.

El lazo entre ampliación y reforma se anudaba. El 4 de mayo se creaba el Grupo de Amigos de la Mayoría Cualificada (de entrada, para la PESC, política exterior y de seguridad común) al objeto de “fortalecer a la UE como actor político internacional”. El 29, las ministras para Europa de la locomotora francoalemana convocaban a los otros 25 cancilleres a una cena de trabajo en Bruselas.

Desde entonces, los trabajos se han acelerado. Para los deberes internos de la Unión, detallando los requisitos de esa “capacidad de absorción”. O sea, del quinto criterio de Copenhague, según el que “la capacidad de absorción de la Unión de absorber nuevos miembros, sin dejar de mantener el impulso de la integración europea, es también una condición importante en el interés general tanto de la Unión como de los países candidatos”: de aquella, para no deshilacharse; de estos, para no entrar a un club desflecado.

¿En qué se traduce? En presupuesto y deuda común, claro; en políticas de más y mejor Europa, y en decisiones al menos just in time. Las cataloga el paper de expertos francoalemanes Sailing on High Seas del pasado día 18.

Pero la contribución —hasta hoy, inédita— que mejor las conceptualiza es la del célebre letrado y exjefe del Servicio Jurídico del Consejo de la Unión Jean-Claude Piris (Towards an efficent EU after its next enlargement, 3/8/2023). La clave es destronar el veto, pues “ni es democrático ni eficiente”; debe reducirse a una “lista de asuntos de interés vital nacional” (seguridad, defensa territorial). El núcleo duro de decisiones (mercado interior, euro, Schengen) sí podría ser objeto de un “veto colectivo”, nunca individual, una suerte de mayoría supercualificada, quizá del 90% de socios y el 90% de la población.

Después, la mayoría cualificada se aplicaría al resto de decisiones del Consejo, incluidos sus medios presupuestarios o la violación del Estado de derecho: “El interés vital europeo es el que debe ahora ser protegido”, razona. Y las modificaciones necesarias del Tratado serían mínimas.

Y la tercera parte atañe a los candidatos. Es su “integración por etapas” o “gradual”. Acabaría con la dualidad casi nada (candidato) pero al fin todo (Estado miembro pleno). Se arbitrarían peldaños, con transiciones, salvaguardias y condicionalidades sujetas a verificaciones de resultados, pero mucho mejor financiadas con ayudas, al estilo del programa Next Generation. El esquema central de trabajo es la propuesta francoalemana (hay otra báltico/escandinava solo recelosa). Bebe de dos fuentes: el A Template for Staged Accession to the EU, del CEPS, y Pour une adhésion graduelle à l’UE, del Instituto Delors. Eppur, si muove.

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